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In Memoriam: Cuerda, Kirk y Gistau

Me cago en el misterio.

Hago memoria y recuerdo que hace más de una década, cuando ser osado parecía osado, cerré un examen de Filosofía del Lenguaje acerca del Tractatus de Wittgenstein (lo osado ahora es hablar de Wittgenstein, del Tractatus, y de Filosofía del Lenguaje), sustituyendo su famoso punto de no retorno en el libro: §7: ‘De lo que no se puede hablar es mejor callar’ (y Wittgenstein se calló), por el final de otra de las obras cumbre de la filosofía de Occidente del siglo XX, aquel amanecista: ‘Me cago en el Misterio’ que exclama Saza mientras vacía un cargador completo a un Sol que amanece por donde no debe, por occidente.

El misterio siempre es el punto límite de lo razonable, de lo pensable, es el desencaje de mandíbula de un presocrático ante su primer porqué y el de un boxeador antes de besar lona. Una desconexión irreal que nos apabulla ante lo inexplicable, ante el escándalo de lo (todavía) posible. Sin misterio, sin desencaje, sin boxeo, sin irrealidad: no hay cine.

 

 

Y sólo podemos clasificar como coincidencia escandalosa la desaparición en tan sólo 5 días de José Luis Cuerda, Kirk Douglas y David Gistau (si alguien se extraña de la inclusión de este último en la lista puede dejar de leer), al punto de decidir dedicarles un ‘in memoriam’ y a riesgo de hacer el ridículo y que el recuerdo se pervierta en una Damnatio Memoriae, que es lo que suele pasar en España, pues en España a veces nos morimos muy bien como defendía Amanece que no es poco y siempre hemos sabido enterrar de primera; siempre, menos si te hacen un ‘In memoriam’ en los Goya.

Y es que el cine tiene una relación privilegiada y atormentada con la memoria, no como la sostenía en una potencial tontada Almodóvar, cómo no, en la última gala de los Goya: ‘El Estado debe protegerlo (al cine), porque nos da vergüenza decir al Estado que se haga cargo de algo, pero es que el cine es nuestra memoria”.

La memoria, tantas veces confundida con la historia, es algo que se nos escapa entre los surcos de las manos: es fluida y viscosa, es olvidadiza y es única; y es misteriosa. La memoria siempre es un alzheimer de lo que fue. Una subjetividad absoluta del hecho. Y es ahí donde el cine tiene una relación especialísima con la memoria, porque es creadora de mitos para el recuerdo colectivo y a la vez una colección de momentos sagrados: una ontología de ahoras, la Historia registrada, el trastero de Diógenes de los hipocondríacos del olvido. En ese archivo sentimental siempre podremos revisitar el plagio de Faulkner sin plagiar nuestro recuerdo; o si era tan justa como creíamos la justicia de del Coronel Dax en Senderos de Gloria; o si cabe el cine entre columnas y tertulias porque suelen amar más el cine los que no lo hacen que los que viven de él. Gistau, que incluso se dejó inmortalizar en esa cosa loca de Garci llamada Watson & Holmes: Madrid Days, es uno de esos casos insólitos en los que una palabra vale más que mil imágenes.

 

 

Y yo que guardo, imagino que como cualquiera, una relación complicada con la memoria me felicito y me abrumo con la resistencia al olvido que ofrece la colección de tantos ‘momentos sagrados’ que envejecen bien al rememorarlos y mejor al revivirlos para los que sabemos que nos moriremos de nostalgia. El amor al cine bien puede ser por esa labor de Historia de la Memoria, o por ser una historia del amor que ya no se puede ir, el misterio resuelto porque no tiene solución.

Es amor el recordar la noche que mi padre consideró que mi hermano y yo ya estábamos listos para reírnos con ‘y no podría hacer usted como el resto de los argentinos que unos días van en bici y otros huelen bien’; y es amor descubrir lo moderno que es lo antiguo con Kiriki* boxeando en El ídolo de barro; y desde luego es amor recordar a Gistau hablando de los argentinos, de Kirk, de boxeo, de la memoria, de la historia, de lo antiguo que es lo moderno, y todo a la vez y antes, y durante y después del Misterio de la Cultureta.

Estos días revisitando los Santos Lugares de la Memoria compruebo mi compulsividad a guardar (salvar), fragmentos y encuentro 3 capturas de pantalla distintas que hice a artículos de Gistau de noviembre para cuando pudiesen hacerme falta, y encuentro escenitas como la de las elecciones entre la Guardia Civil y la Secreta: ‘que somos los mismos… menos Fermín’; y encuentro la canción que cierra Senderos de Gloria y que después de tantos años me da por buscar la traducción:

‘Lo ayudan seis valientes soldados
a llevar el cuerpo tan amado.
usan un sudario negro
tan negro como su dolor
una gran pena de su corazón
que será eterna como su amor’

 

 

Qué iba a ser si no. Como si no fuese coincidencia escandalosa del destino que la última columna de Gistau fuese sobre El Irlandés y el temor a que se repitieran Scorsese y su rat-pack. Para descubrir que lo mejor es que se repiten, pero qué bien se repiten.

Así repitamos, par coeur, la última frase de Kirk-Dax al ver a los soldados franceses llorar con una canción del enemigo alemán que no entienden pero sí recuerdan:

‘Déjelos un poco más Sargento.’

Mmmmmm…. Mmmmmmm.

Déjelos un poco más.

 

Alberto Cruz, en Madrid a 13 de febrero de 2020.

 

MASTERCLASS: Bob Fosse, Cabaret y la mala memoria.

Ocurre con los blogs algo raro e inédito en estos tiempos, el cibernauta lee estas palabras antes de ver el video que va primero y en cabeza (¡todo lo contrario de lo que hacemos hoy día!: Preferimos ver la película de ‘La Celestina’ –por horrible que ésta sea-, para ahorrarnos la lectura del libro –por obra maestra que éste sea-. Te rogamos que antes de leernos prestes atención al fragmento de Cabaret (Bob Fosse, 1972) que hemos seleccionado para esta ‘masterclass’. Ahora sí podemos empezar.

Cabaret es una película extraña. Por un lado, tiene el record de consecución de premios Oscar (8) sin haber conseguido el de mejor película. Por otro, nadie sospecha que la película no sea un musical, por mucho que nadie del reparto se ponga a cantar por esa inexplicable y siempre sorprendente causa (la causa es que no hay causa) que hace que los musicales sean musicales. Cabaret te hace detestar a los nazis -si esto te parece extraño este no es tu foro estimado lector- pero te provoca pasar varios días cantando himnos en su honor. Cabaret es una película necesaria y con más lecciones de maestro que las que aquí podamos contar. Si todavía no la has visto estás de enhorabuena.

Esta ‘masterclass’ lleva otra de regalo. Vamos a rescatar dos lecciones de Fosse por el precio de una.

Primero fijémonos en la narración de la escena. Como podéis ver es una escena muy poderosa, uno a uno todos los comensales que se ven sorprendidos por el cántico del joven ario van poniéndose espontáneamente en pie para cantar cada vez con más fuerza y decisión, este himno unificador de la nueva Alemania (quizás eso es lo más aterrador, que no es un acto programado del partido, que es un acto espontaneo pero voluntario). Lo que hace que todavía sea más dolorosamente atractiva es el contrapunto narrativo, que es el que marca y aumenta la tensión y el dramatismo de la escena. ¿Cuál es ese contrapunto? Nos ha debido de llamar la atención que tres personajes no se levantan: los dos protagonistas (Michael York y Helmut Griem) y un anónimo anciano que no puede más que resignarse e indignarse en su asiento, revelando una verdad poco propia de un figurante.

Puede parecer que es una lección sobre cómo afianzar narrativamente la emoción en una escena, y en cierto modo lo es, pero no por la planificación previa sino por lo que no cabe en un plan. Lo que nos va a enseñar Fosse es cómo una película ha de nutrirse para bien de todos los accidentes felices que encuentre; cómo hasta en el momento más inesperado puede surgir aquello que convierte una buena escena en una memorable.

El bucólico día de rodaje de este Tomorrow belongs to me Fosse se encuentra con un grupo de figurantes que van a hacer la escena, a saber, todas las personas que se levantarán y cantarán en apoyo a los insurgentes nazis. Durante el ensayo, Fosse se da cuenta de que un anciano entre la multitud no se levanta cuando se le indica a su grupo. Extrañado, se acerca a él y le pregunta por qué no se pone en pie. El anciano le contesta que él ya ha vivido esto, que él realmente presenció cómo en lugares como éste la gente se alzaba a cantar por los nazis y que él se niega a repetirlo, que él sufrió el nazismo, que es algo con lo que no se debe jugar en ningún caso. Le indica al director que si así lo desea él se puede marchar de la escena pero que si no quiere que se vaya él no se va a levantar a cantar a favor del nazismo aunque sea pura ficción. Fosse le contesta que tranquilamente puede seguir ocupando su lugar.

Acto seguido, Fosse le pide a su operador, Geoffrey Unsworth, que durante el ensayo, y sin que se dé cuenta, la cámara ruede las reacciones del anciano. Los malos recuerdos del figurante hicieron posible el momento más memorable de la película (con permiso de Liza).

La segunda lección que podemos extraer es sobre la función de la música (no el uso sino la función). Cuando el público sale de la sala de cine, o los espectadores más recientes apagan la pantalla tras ver la película, misteriosamente se ponen a tararear la canción nazi -desde luego quien escribe la sigue tarareando, aún hoy, así que no te asustes si mañana te sorprendes por la calle cantando que “El mañana te pertenece”, algo que en estos días más que nazi te convertirá en un iluso!-. John Kander y Fred Ebb, los libretistas, la compusieron imitando las canciones tradicionales alemanas (entre otras cosas esta canción es inventada, nunca fue nazi, aunque ahora se canta en algunas reuniones de White Power, y los libretistas eran judíos) incluyendo una melodía creciente y un estribillo repetitivo. Bob Fosse la filmó adecuándose al ritmo in crescendo, haciendo crecer a los que se unen. El objetivo era utilizar una corriente de emoción más allá de un discurso conceptual, obligar al espectador a sentir la misma fascinación por la vía emocional que el alemán de a pie de 1933. Lo que logra es crear en el espectador un reconocimiento de la complejidad de esta historia ficticia que fue real, hacer que el espectador pueda estar por un instante emocionalmente identificado, ya que es imposible espacio-temporalmente en la Alemania de 1933. Puede sonar a discurso de psicólogo argentino (que también http://www.youtube.com/watch?v=D7MSr4FrTVI&) pero no te sorprendas cuando la mala memoria te ponga a cantar erguido como si de repente te hubieras convertido en un Dr. Stragelove cualquiera.

2ª masterclass (clase preparada por Alberto Cruz y David Alfaro de OCEANICA VISUAL) el 31 de Octubre de 2011

TRUCOS: Los hombres de negro

Quien conoce el mundo de los rodajes sabe que por mucho que se de un Oscar anual al mejor vestuario, no es la alta costura lo que viste la fauna cinematográfica. Ciertamente un rodaje es una especie de campo de batalla donde se trabajan cerca de 12 horas por sesión a una intensidad rara de ver en ninguna otra profesión (todos sabemos la cantidad de dinero que anda en juego). Llegados al extremo del mal gusto en la vestimenta, tuvo que llegar el día en el que Spike Jonze y Lance Acord (su director de fotografía), en una especie de huelga a la japonesa, decidieron emprender la cruzada por el buen gusto e ir a los rodajes en traje, impecables.

Lance Acord, ASC, impecable y con sombrero pese a cargar con una cámara de 30kgrs y estar rodeado de polvo.

Si bien esto es una mera anécdota, sí que hay un oficio en el mundo del cine en el que no es baladí como uno vaya vestido. No es otro que el del propio Acord, el fotógrafo (o director de fotografía como ya sabemos) y el color de su vestimenta debe ser el negro. Los encargados de la luz son los hombres de negro. ¿Por qué? -Se puede  preguntar el aspirante a fotógrafo de cine o incluso el dire de foto actual que no se haya percatado nunca de este detalle- Sencillo. Además de la cámara, las luces y otros instrumentos, lo que siempre acompaña a estos profesionales es su fotómetro (concretamente el fotómetro para el que se aplica esta regla no escrita del traje negro es el de luz incidente). Si nosotros vamos vestidos de negro, la lectura que tendremos en nuestro fotómetro de luz incidente será más precisa que la que podríamos tener, desde luego, vestidos de blanco. Los cuerpos negros no reflejan la luz que si refleja un cuerpo blanco y que podría ir a parar hasta el área de lectura de nuestro aparato de medición, indicando un dato mayor a la exposición realmente deseada. Ir de negro nos pondrá un poquito más lejos de cometer una subexposición no forzada, por lo tanto, no podemos sino recomendarlo.

*Aquí abajo podéis ver a tres grandes vestidos de negro: Lubezki en Sleepy Hollow, John Toll en Casi Famosos y Gordon Willis en Manhattan. Diferentes generaciones compartiendo el mismo color de atuendo.

1er truco CineClass por Alberto Cruz y David Alfaro de http://oceanicavisual.com